martes, 2 de noviembre de 2010

Elegía de abril - Críticas II

Memorias construidas a contraluz
Publicado el 30 de Octubre de 2010 en Tiempo Argentino

Por Juan Pablo Cinelli

La llegada a las pantallas de su cuarto largometraje confirma al director Gustavo Fontán como uno de los artistas del cine argentino más delicados y personales, volviendo a revelar su fascinación por lo extrañamente cotidiano.

No existe un diccionario donde encontrar explicaciones para cada una de las formas de entender y de hacer cine, una definición para cada película que se filma. En el cine, como en la literatura o la música, la definición debe intentarla cada uno de los involucrados, que son muchos. Como la vida, los objetos del arte transitan un estado de permanente work in progress. Es decir que su construcción, al pasar del artista al espectador, lejos de completarse ingresa en el limbo sin pausas de la continua resignificación.

Como pocas, las películas de Gustavo Fontán ponen en evidencia ese carácter de cinta de Moebius en que las obras de arte se convierten al entrar en la rueda sinfín que signa la relación entre creador y espectador. La última de ellas, Elegía de abril, estrenada el jueves pasado, no es la excepción. Será que, en su intento de abordar temas como el pasado y la memoria, lo único que deja claro es que no hay nada más incompleto, justamente, que esos conceptos.

Muy lejos de la narración cinematográfica tradicional, más proclive a la contemplación que a la verborragia y a la pausa más que al Fast Forward, el cine de Gustavo Fontán se toma su tiempo para ir a donde quiere llegar, y demanda del espectador la misma estrategia: la paciencia que siempre requiere la poesía. Y si justamente la poesía –la obra del entrerriano Juan L. Ortiz– había sido el eje sobre el que construyó la magnífica La orilla que se abisma, en Elegía de abril la cosa vuelve a empezar ahí: en un libro de poemas.

Como en su ópera prima El árbol, Fontán vuelve a meter su ojo en la vieja casa familiar del barrio de Banfield, el hogar de sus padres. El propio director prefiere hablar de ese ambiente como cotidiano antes que familiar: aquello que es extraño por proximidad (de ahí a la definición de lo siniestro de Freud hay apenas un empujoncito). Este nuevo retorno al hogar es la entrada a un túnel del tiempo más eficaz que el que en tantas versiones ha imaginado la ciencia ficción.

Entre las paredes de esa casa que habitan su madre y su tío, siempre iluminadas por un continuo atardecer (así es la luz en los suburbios), sin interferir, Fontán retrata con su cámara a su propio hijo mientras ayuda a Mary, su madre (nieto y abuela), a bajar de lo más alto de uno de esos enormes roperos viejos unos cuantos paquetones envueltos en resecos sudarios de papel madera. Se trata de la tirada completa de Elegía de abril, obra póstuma del poeta Salvador Merlino, el padre de Mary, que desde hace 50 años permanece sepultada allá arriba. La película construye un laberinto de esa cotidianidad familiar de la que habla Fontán: un director que filma a su madre y a su hijo exhumando un libro que su abuelo escribió en memoria de su propia madre, su bisabuela. De esa imbricada telaraña de parientes que orbitan el pasado nace la versión fílmica de Elegía de abril.

Pero enseguida esa complejidad argumental se traslada a lo formal. Y es que fondo y forma tienden a fundirse en la obra de Fontán. “En ese sentido soy medio ‘clásico’”, dice el director, “y creo que fondo y forma son una sola cosa.” La acción, que hasta entonces gira en torno a la madre, a su quiebre al recuperar ese pedazo de su padre, algo que fue evitado durante tanto tiempo. No pasan más de 15 minutos cuando Mary dice en cámara que está cansada y que no quiere seguir actuando. La película termina antes de empezar.

El propio director entra en el plano y pasa a formar parte de ese fresco: la realidad filmada se vuelve realidad concreta. Y como en la matemática, donde los términos iguales se simplifican, esa superposición de realidades desemboca en la ficción.

Lejos del final y del alivio, Elegía de abril agrega entonces un nuevo nivel: los actores Lorenzo Quinteros y Adriana Aizemberg llegan a Banfield, convocados para retomar los papeles que Mary y su hermano Carlos ya no quieren continuar. “Sus actos son así: pequeñas obras / que se agigantan porque se repiten / todos los días sin interrupción”; los versos de Salvador Merlino definen con 50 años de ventaja los papeles que los dos actores deben asumir.

Frente a sus máscaras, las presencias furtivas de Mary y Carlos se volverán fantasmagóricas, una característica que otras obras de Fontán ya exhibían. Los juegos con la luz, las persecuciones de originales y avatares por pasillos descascarados, los juegos con sonidos irreales y los rostros esfumados entre sombras, dan forma a un bajorrelieve en movimiento, en el cual la realidad nunca se pareció tanto a un artificio. Elegía de abril es un canto a la memoria, esa construcción incompleta que Fontán ofrece al espectador para que cada uno llegue a su propia definición. Para que otros encuentren las piezas secretas que él mismo no puede aportar.

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Magia y pérdida
Publicado en Cinemarama

Por David Obarrio

El proyecto del director Gustavo Fontán parece ser enorme, imposible. Filmar lo infilmable, eso que a cada rato se escapa: la memoria y el tiempo, las huellas secretas de aquello que, a falta de un nombre mejor, denominamos realidad; el sentimiento de pérdida y el modo implacable en el que sus señas permanecen sobre el mundo, como signos caligráficos cuya repentina visibilidad se adquiere a fuerza de mirar tenazmente a nuestro alrededor.
Es que, en verdad, el cine de Fontán podría estar sostenido en la premisa de que el cineasta no sabe prácticamente nada de antemano. No tiene pertrechos suficientes ni una guía confiable, apenas lo asisten la intuición y la voluntad. Claro que con eso no se hace una “película” cualquiera, mucho menos una “peli”: más bien se hace otra cosa, de una calidad diferente.

Un cine hecho en condiciones semejantes produce algo distinto, se aventura por los mismos senderos donde desfilan los fantasmas, que tienen semblantes difusos, proverbialmente elusivos.

¿La casa que vemos en Elegía de Abril es la misma que vimos en La madre? En todo caso, el chico es el mismo: Federico, el hijo de Fontán. Como si enhebrara un código de sangre, el director permite que la biografía y el sueño establezcan de una vez y para siempre una alianza de implicancias todavía por descubrirse.
Elegía de Abril es un canto en estado de vigilia que no reniega de la pulsión incomprensible y arrebatada del sueño ni toma, sin más, lo pedestre y cotidiano como único reaseguro de un orden verdadero y perdurable. Por el contrario, este cine prefiere adentrarse sin red en lo desconocido, confrontar con su material para fundirse inesperadamente en él; para encontrarse, de golpe, con que no se sabe qué hacer, cómo seguir adelante.

Como en el momento en el que la mujer que asiste al hallazgo de las cajas donde yacen unos libros intocados, salidos de la imprenta y olvidados desde hace cincuenta años, y cuyo autor es nada menos que su padre, se niega a seguir siendo filmada: “No quiero actuar más. Me cansé”, dice. Una vez más, el cine del director se torna una madeja de consistencia delicada ante la cual la percepción parpadea, incapaz de darse una tregua en la que el deslumbramiento ceda el paso a una comprensión cabalmente racional de lo que vemos. Elegía de Abril replica el nombre que da título al libro encontrado y se convierte, con un movimiento terminante, en rotunda continuación de la poesía por otros medios.

Aunque tiene en su centro el vacío de una pérdida, Elegía de Abril es melancólica de un modo extraño, apenas perceptible. El desdoblamiento de personajes reales y actores produce un vuelco definitivo que establece el modo en el que el cine puede acercarse al mundo: encarnándolo, poniéndole una cara y una voz.
Pero lo mejor del caso es que ese mundo al que se intenta domesticar con la representación no termina nunca de desvanecerse. En cambio, persiste como síntoma y advertencia: el cine sólo se acerca al mundo, hace fintas con su propia sombra, como mucho se repliega sobre sí mismo para apechugar el sinsabor de una derrota largamente presentida. En el cine de Fontán son esas presencias las que más cuentan.
Las que se conjuran y hacen magia. Las que le comunican, no al suyo sino a todo el cine, que aquello que se agita y gira a nuestro alrededor es opaco y en última instancia inaprensible. Como en el mejor cine, la falta de certezas deberá ser un alimento. Una clase de combustible difícil de conseguir, un estallido de júbilo cocido en el silencio y la sombra que ponga la mirada siempre en marcha, que la afile, que extraiga el aliento provisorio con el que seguir buscando.

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