lunes, 18 de abril de 2011

Crónica de un lector de rostros

Por Gustavo Fontán

¿Qué son capaces de decirnos los ojos? ¿Qué emoción pueden transmitir las líneas de la boca? El autor de esta nota, director de cine y, por lo tanto, un profesional de la mirada acostumbrado a observar para ver más allá de lo obvio, intenta una respuesta.


Lo que se lee en un rostro. El tren viene semivacío: el viaje hacia Constitución, en ese horario de la tarde, es a contramano de casi todos los miles de usuarios. El último sol de un día agobiante entra rasante por las ventanillas. Nada, ni las ráfagas de viento que trae el movimiento, ni los ventiladores en el techo, pueden mitigar el calor. Por la disposición de los asientos tengo frente a mí a una mujer que viaja con su bebé en brazos. Por alguna circunstancia, quizás por la forma en la que el sol lo roza, me detengo en su rostro. Tiene unos ojos oscuros que sobresalen en su cara delgada, y aunque los párpados parecen pesarle, los mantiene abiertos. Por momentos baja la mirada hacia su bebé dormido y la deja allí un rato, como si acariciara la cabeza sudada del pequeño, pero casi todo el tiempo tiene la mirada perdida en el afuera. Estoy seguro de que no mira nada en especial, que probablemente no puede dar cuenta de la estación que acabamos de pasar, o de los vagones de carga abandonados en las vías muertas, o de los destellos anaranjados del sol sobre el riachuelo. Estoy seguro de que no mira nada en especial, sino simplemente se entrega al movimiento, y se fuga, ella también, en la fuga de todo. Ella, como su bebé, también tiene unos puntitos de sudor en su frente y en las sienes, unos puntitos que el sol vuelve brillantes, dorados, sobre la piel cobriza. Parece venir de un viaje infinito. En su rostro no es posible dejar de leer su cansancio, sus sacrificios; tal vez, una genealogía de dolores. Ahora vuelve de nuevo su mirada hacia el bebé, como si no tuviera más fuerzas que para esa caricia, y ahí se quedan sus ojos ahora, unos instantes. Hasta que, de pronto, fugaz, imperceptible casi, se le dibuja una sonrisa en los labios que restituye la esperanza, un antes y un después gozoso. La belleza de un rostro, me digo, reside en la capacidad de albergar el misterio. Todo está visible y oculto a la vez en un rostro. Imagino un tiempo (antes o después) en el que saber algo del otro implicaba-implicará, conocer las señales en un rostro.


Una memoria de rostros. Patricia me cuenta que anoche soñó con su padre. Su rostro era joven, no usaba anteojos todavía, me dice. Aunque los dos –ella por supuesto– conocíamos muy bien a ese hombre, muerto ya hace unos años, se empeña en describir los detalles: la piel blanca y lampiña, los ojos juguetones, la sonrisa pícara. En esa descripción minuciosa, entiendo, se juega para ella un montón de otras cosas: su propio rostro –el brillo en su mirada mientras me lo cuenta es insoslayable– lo revela. Ese rostro, el de su padre joven, es un momento robado al tiempo, la llave de un instante único que la contiene niña a ella y joven al padre. Aunque entiendo esto, hay una profunda, profundísima red de implicancias desconocidas por mí, sugeridas apenas, esbozadas en los destellos de luz en los ojos. En el sueño, el padre le dijo: “Ahora que estoy solo vení a visitarme.” Y Patricia cumplió al pie de la letra con el pedido, porque en la evocación opera el reencuentro. Le muestro entonces una foto que llevo siempre conmigo. Mi padre, que no llegaba a los 30 años en el momento de la imagen, me tiene en brazos. Aunque él mira hacia un costado del encuadre, algo en su gesto delata que es consciente de la foto. Yo –no tendría más de dos o tres años– miro fijamente la cámara. No hay espacio que pueda identificar, no hay circunstancia que la imagen relate; sólo estamos mi padre y yo en un tiempo real y mítico. Patricia me pregunta si llevo la foto como amuleto y no sé qué decirle. Tal vez sí, pero no sólo por eso. Me acuerdo entonces de una respuesta del poeta jujeño Jorge Calvetti. “¿Podría elegir un buen recuerdo de cualquier momento de su vida?”, le pregunto. Calvetti se queda en silencio, un buen rato, hundido en sí mismo. De pronto, levanta sus ojos casi ciegos y dice: “El hombre está lleno de triunfos, de derrotas, de miserias, y no puede elegir cuál fue su mejor recuerdo… Y agrega, después de un nuevo silencio: Quizás, la mirada final de mi madre…”


Los rostros representados. Las artes visuales y audiovisuales nos pusieron a menudo frente a los rostros. Muchas pinturas fundan su encanto en la capacidad de capturar y dejar detenido (robado al devenir) un gesto sugerente. Basta revisar los cuadros de Johannes Vermeer, Goya, o Carlos Alonso, por ejemplo. El cine, en su flujo, en su alteración constante de proporciones entre las cosas y el espacio de representación, resguarda el concepto de primer plano para el rostro (cuando lo encuadrado es una pierna o una cacerola, por ejemplo, lo llamamos plano detalle), y entiende que es el plano de mayor intimidad, la posibilidad de adentrarnos poéticamente en las emociones de los personajes. En el primer plano desaparece (a veces del todo y a veces casi todo) el espacio, entendido como parámetro referencial (casa, río, campo, calle…) y toda nuestra atención está sujeta a lo que sucede allí, en esa nueva geografía. Es ahí, y en ningún otro lado, donde debemos ver las señales y trazar nuestras hipótesis. Hay un riesgo; hablo de riesgo no de determinismo: la televisión muchas veces, y el cine a veces, con el abuso sistemático del primer plano, han bastardeado los rostros, transformándolos en una galería de muecas, de gestos impostados, de cáscaras donde no hay para leer más allá de lo que se lee en el primer trazo. Es el señalamiento de la evidencia: ya no hay nada para reponer, otro hizo el trabajo por nosotros. En el fondo, la posición es soberbia y tranquilizadora: Sé todo, sé lo que veo. En este camino, la representación nos aleja de lo real, en tanto nosotros en el mundo, abiertos al mundo, afectándonos por el mundo. El riesgo es que en ese aprendizaje de lo vacuo miremos lo real como cotejo con el modelo (la mueca, la cáscara vacía). Si es así (me lo propongo cada día porque nadie está exento, repito, nadie está exento), tendremos que ser desobedientes y recuperar el asombro. Imagino un tiempo (antes o después) en el que saber algo del otro implicaba-implicará conocer las señales en un rostro. Tal conocimiento por supuesto sólo puede estar ligado al ámbito de la intuición y lo sensible.

Publicado en la edición del diario Tiempo Argentino del 6 de febrero de 2011

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