miércoles, 24 de agosto de 2011

Vestigios de mundos pasados que resisten el avance de la modernidad



Nota publicada en el diario TIEMPO ARGENTINO, el 20-8-2011

Vestigios de mundos pasados que resisten el avance de la modernidad

Como en un diario de rodaje, el director de cine Gustavo Fontán, reciente ganador de un premio Konex como documentalista, adelanta detalles de La casa, película en la que se encuentra trabajando en torno a viejos edificios a punto de ser demolidos.

"El papel histórico del capitalismo es destruir la historia, cortar todo vínculo con el pasado y orientar todos los esfuerzos y toda la imaginación hacia lo que está a punto de ocurrir. El capital sólo puede existir como tal si está continuamente reproduciéndose: su realidad presente depende de su satisfacción futura. Esta es la metáfora del capital.”

Cuando John Berger escribió este fragmento en su libro Puerca tierra, parecía estar pensando en Banfield, el barrio donde vivo desde hace 50 años. Ahí, como seguramente en muchos otros barrios, están demoliendo casas a gran velocidad. Puede pasar que uno falte algunas semanas y al volver encuentre que ciertas calles presentan un paisaje diferente; que allí donde estaba la casa de los Artucio, o la casa de la pajarera, o la de las hermanas solteronas, haya un hueco o los cimientos incipientes de una torre.


Ninguna de esas casas tiene menos de 60 años y algunas alcanzan los 80 o 100. Algunas estuvieron descuidadas durante muchos años y presentan una imagen desdibujada, triste. Son, en los momentos finales, una especie de desgarro, la mueca que expresa la tensión entre lo que fueron y su pronta desaparición.

Pero muchas otras son cuidadas, pintadas, barridas, habitadas, hasta poco antes de su derrumbe. En ellas no existe ese punto intermedio, esa especie de presagio, y la violencia que otorga su desaparición es mayor.


Desde hace algunos meses vamos con nuestra cámara a filmar la demolición de algunas de estas casas. Las etapas son simples y rigurosas: en primer lugar se saca todo lo reciclable, es decir lo que se puede vender: puertas, ventanas, hierros, tejas, chapas, tablas del parqué. Luego, a mazazos, se voltean cielorrasos y paredes (en esta etapa vuela por un buen rato un polvo fino que vuelve todo un poco impreciso, fantasmal). Por último, una pala mecánica y un camión se encargan de cargar y llevarse las evidencias, lo que queda del cuerpo.


Durante los momentos que compartimos, los trabajadores de la empresa de demoliciones nos explican con lujo de detalles cómo y dónde golpear para que una franja del cielorraso caiga entera, o en cuánto tiempo levantan la madera del piso de alguna habitación, tratando de no dañarlo. También suelen contarnos algunos hallazgos.

Por ejemplo, en una casa que demolieron hace unos días había una bodega en el sótano donde quedaban dos botellas de vino de 1964. O en otra, los antiguos propietarios habían dejado un ropero repleto de vestidos, muy viejos todos, que por alguna razón (las especulaciones eran muchas) no quisieron llevarse o tirar a la basura o quemar.


En el tiempo que estamos dentro de las casas, a mí también me sorprenden algunos descubrimientos: un zapato en un rincón de lo que queda de cocina o una vieja silla en el patio, o el modo como la luz sigue entrando por las aberturas y roza el interior carcomido. En una de las casas que filmamos, detrás del hueco donde hubo una ventana, había florecido un inmenso jazmín del cabo y el perfume dulce se mezclaba con el olor a muerte que provoca el derrumbe.


Hace poco filmamos la demolición del techo de una casa que yo había visitado unos años atrás. Fue una visita circunstancial: Aurora, la única habitante que quedaba en la vivienda, y con la que solíamos intercambiar saludos cuando nos cruzábamos en la calle, insistió en regalarme unos brotes de madreselva y un geranio que todavía conservo en una pequeña maceta de barro. No estuve ahí más de media hora; sin embargo, al volver a entrar recuperé inmediatamente la imagen de mi vecina inclinada sobre las plantas, sus ojos oscuros, su voz de canario.


En la casa de Aurora, mientras caía el cielorraso con la precisión de quien sabe golpear en el lugar exacto, y todo se llenaba de esa nube blanca que vuelve impreciso todo (incluso a nuestra cámara y a nosotros mismos), pensé que en estas demoliciones había algo de profanación.
Y lo sigo pensando todavía. Porque el derrumbe viene a cortar, con la cuchillada certera del capital, un hilo histórico. No se demuelen solamente casas viejas, se pone fin a cierta forma de vida. Esas casas fueron levantadas y habitadas con la conciencia de la continuidad familiar. En ellas vivieron los bisabuelos, y luego los abuelos, y luego los padres, y luego los hijos. Y las casas se encargaron de conservar esta memoria en objetos y en palabras.


Estoy seguro que en esa trama (de objetos y palabras) está el relato de cada una de estas casas: el lugar donde estaba el gallinero (ya es muy raro que alguna lo conserve), la habitación donde nació el padre o la madre, los frutales que hubo, quién los plantó y cómo se los cuida, en qué momento se deben limpiar las canaletas de los techos; las cartas y los zapatos, las fiestas, y las muertes. Palabras y objetos que circularon de generación en generación prolongando una herencia y un conocimiento único. Esa trama sólo vive en un espacio; no hay mudanza posible para esa trama.


A todo esto se le pone fin. Tal vez el cine, es nuestro deseo, pueda robarle un instante al devenir y “salvar” para todos algún fragmento de esos relatos.

Gustavo Fontán

No hay comentarios.: