Aunque sé que la verdadera expresión de todo el
larguísimo trayecto de cinco años es la
propia película, que pronto estará allí, en su estado de disponibilidad, comparto
algunas consideraciones:
Hay en la obra de Juan José Saer en general y en El limonero real en particular un interrogante que subyace de modo
permanente: ¿cómo acceder a lo real y expresarlo? Su obra es testimonio de una desesperada
aproximación a una porción de realidad - a la
que se la mira y se la vuelve a mirar-, y de la constatación del misterio. La mirada
afirma y abisma el mundo, simultáneamente. La escritura reconoce en la realidad
sus enigmas y nos advierte sobre la fragilidad de cualquier intento de conocimiento.
Por otro lado,
hay en Saer una profunda conciencia de que la poesía surge del “tratamiento
especial dado a la materia real”. La
escritura se convierte entonces en el arte de “sondear y reunir briznas o astillas de experiencia y de memoria para
armar una imagen”.
En una de las
primeras escrituras de El limonero real, escribía
Saer: “Piensa todavía que él no debió haberse ido a la ciudad, lo piensa todas
las mañanas, peinándose bajo el sol. Me parece que no piensa en otra cosa: que
si no se hubiera ido, ahora estaría cruzando el río con la canoa verde, y no
bajo tierra. Nunca piensa en otra cosa, aunque haga años que ya no lo dice. Y
cuando a veces entra a la chocita que llamamos la cocina, y la oigo murmurar en
voz baja, creo que habla con él. No con lo que dicen que queda de nosotros
cuando recordamos, y que dicen que puede volver, con él como era antes de
haberse ido, tratando de decirle que no se vaya”
En una de esas primeras escrituras, la
novela empezaba así:
“Amanece
Y ya está con los ojos abiertos.
Queda un momento ciego
Sin ver, todavía mezclado en lo que ha
entrevisto en el sueño.
-para algunos el pasado que se hace
presente.”
Saer entiende
pronto: el pasado que se hace presente,
no es necesario decirlo porque sencillamente ocurre.
“El canto del
gallo, el amanecer, los perros que ladran, la claridad que se expande, el
hombre que se levanta, la naturaleza, el tiempo, el sueño, la lucidez, todo es
feroz”. Pascal Quignard no habla de El
limonero real. Pero habla.
El
ámbito en
el que ocurre la trama de El limonero
real -las islas,
la costa del río Paraná en la provincia de Santa Fe, Argentina, su luz y sus habitantes- no es un espacio desconocido para
mí. Realicé ya dos películas en la zona: La
orilla que se abisma y El rostro. Estas dos películas me pusieron ante la experiencia
de las islas. Las islas del río Paraná
son grandísimas extensiones de
tierra, con montes de madera blanda, sauce, timbó, en la costa,
y pajonales interminables, montes de espinillos, algarrobos y talas,
lagunas y esteros, tierra adentro. Por naturaleza, las islas conforman un
espacio cargado de cierta precariedad:
las crecientes, siempre voraces,
construyen una memoria y un riesgo.
Nadie olvida las crecientes; por todos lados hay huellas, y nadie deja
de temer a la creciente que puede sobrevenir.
La isla es una imagen del antes y del
después, y el presente es una especie de estadio frágil entre dos
momentos dolorosos. Esta conciencia
imprime en sus habitantes, los isleros, una extraña vitalidad. Se vive el
presente, el sol y la pesca, los encuentros y el vino, el fogón y los
silencios, como una fiesta y una despedida al mismo tiempo. Esa forma de habitar, conformada por ese
vínculo particular agua- tierra-hombre-animales,
tiene una impronta única. A ese modo de estar, vital pero inestable, podríamos
definirlo en líneas generales como una vida a la intemperie. No por la
falta de techo, que aunque precario existe, sino por algo más esencial, más
hondo: la impronta que el espacio imprime en los habitantes y los deja siempre
en tensión, fortaleza-debilidad, vitalidad-muerte
Del encuentro de esas dos experiencias, la
de la lectura y la del mundo, surge esta película.
Gustavo